miércoles, 10 de julio de 2013

Metro

Solía enfrascarme en la lectura durante los trayectos de metro. Pero algunos días salía del trabajo con la cabeza tan embotada que sólo podía observar. Siempre entraba al primer vagón y me recostaba sobre la parte que linda con la cabina del conductor. Si no había mucha gente dominaba desde allí todo el vagón. Si había mucha gente era porque coincidía con el fin de las clases de un instituto cercano. Las conversaciones entre adolescentes me fascinaban por su volumen desmedido, por ese desparpajo de creerse solos en el mundo. Las conversaciones entre chicas eran a veces tan íntimas que sonrojaban. Se relataban allí las aventuras del fin de semana y las mentiras a la madre con gran dominio de la elipsis y el anacoluto. Estaban hasta la polla de tal cosa. La coletilla en plan me indignaba particularmente. Su uso constante, varias veces en la misma frase, equivalía a la renuncia del lenguaje. Todo se explicaba solo. La otra demostraba su capacidad para comprender a qué aludían las interjecciones y muletillas de su amiga. Yo me preguntaba si ese desprecio por la palabra, esa concatenación de sobreentendidos, esa absoluta ausencia de precisión en el nombrar y en el narrar era un mal endémico de los adolescentes en general o era específico de aquellos pijos de Madrid. Se bajaban en Lista o en Serrano. Compartían secretos ruidosos agitando melenas lacias, castañas y perfumadas. Estaban hasta la polla de cualquier cosa. Yo a veces no podía evitar esbozar una sonrisa o lanzar un resoplido involuntario. Si el asunto era muy escandaloso había entre los pasajeros miradas de complicidad por la falta de recato de las alegres colegialas o el contenido pueril o simplemente estúpido de lo que se decían. Cuando el vagón estaba muy lleno era extraña la posibilidad de observar tan de cerca a todos aquellos desconocidos. Los granos, el barniz del maquillaje. Oler sus alientos. Sopesar el grado de preocupación o impaciencia o impasibilidad que acarreaban.

Uno de esos días me di cuenta de que en la línea que yo tomaba a diario para ir al trabajo había surgido un nuevo tipo de viajero. No se trataba de un nuevo tipo de usuario del metro. Era un tipo de hombre caído en desgracia. Ese hombre era la encarnación de un drama humano y su número aumentaba. Tenía entre cincuenta y sesenta años. Llevaba consigo una mochila grande o un bolso de estilo deportivo. El aspecto mullido del bolso nos informa de que es ropa y sólo ropa lo que contiene. Da cabezadas recostado en el asiento. Su vestimenta está llegando al umbral de la suciedad. Su respiración denota alcoholismo incipiente y falta de higiene. Este hombre se afeita todavía. Pero se afeita mal, mojando en agua una maquinilla desechable. Pronto renunciará a este hábito y se dejará crecer la barba por una cuestión de comodidad. Su equipaje se incrementará con mantas y cartones y usará para transportar todas sus cosas un carrito de la compra. El carrito es el emblema de la indigencia, el armario rodante de los homeless de occidente. El reverso del capitalismo: el carro no se llena para consumir, se llena para sobrevivir. Poseer, aunque sean escombros inservibles, es mejor que no tener nada. Ese equipaje con ruedas es la salvaguarda de los caídos. Avanzan empujando algo. Empujar algo requiere un esfuerzo que justifica el avance. Avanzar con las manos vacías es insoportable. El carro es un escudo. Precede al vagabundo. Le abre camino. Disipa las dudas de los transeúntes. En él almacena un sentido. Este hombre que dormita en el metro empieza a oler mal. Va dejar de importarle. Lo han abandonado o lo han desahuciado. No tiene nada. No le importa la vida pero le falta coraje para el suicidio. Refiere resignado la situación a la que ha llegado. Se lo cuenta a sí mismo en un parque. Simula una conversación. Se lo explica a un familiar, a una mujer que no le quiere. Se lo repite muchas veces, se hace ilusión de que le escuchan. Pero no llega a comprenderlo. No es un predicador. No lanza peroratas sobre la verdad del mundo como un loco inofensivo. Es nada más un pobre hombre que habla solo. Así se acompaña.

Hanna O. Semicz

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