domingo, 25 de abril de 2010

El caballete

He perdido el tiempo esta mañana,
y estoy profundamente avergonzado.
Ayer noche me acosté pensando en mi padre.
En el riachuelo donde paseábamos —Butte Creek—
cerca del lago Almanor. El agua me arrullaba en sueños.
En el sueño, estaba por todas partes
y yo no podía levantarme ni moverme.
Pero cuando desperté esta mañana temprano
fui al teléfono. Aunque
el río fluía allá abajo en el valle,
en la pradera, corriendo entre tréboles.
Pinos se alzaban a ambos lados de la pradera
y yo estaba allí.
Un niño sentado en un caballete de madera
mirando hacia abajo.
Viendo a mi padre beber agua con las manos.
Luego dijo: «El agua está tan buena.
Me gustaría poder llevarle a mi madre un poco de esta agua».
Mi padre todavía la quería, aunque estaba muerta
y él había pasado mucho tiempo lejos de ella.
Tuvo que esperar algunos años más
hasta que pudo ir a donde estaba. Pero él quería
a esta región donde se encontró a sí mismo. El Oeste.
Durante treinta años la tuvo en el corazón,
y luego la dejó ir. Se acostó una noche
en un pueblo del norte de California
y no despertó. ¿Hay algo más sencillo?

Me gustaría que mi vida, y mi muerte, fueran tan sencillas.
De modo que cuando despierte
una hermosa mañana como ésta,
después de estar en algún sitio
donde quería estar toda la noche,
algún sitio importante, pudiera moverme del modo más
natural
y sin pensar en ello, hasta mi mesa de trabajo.
Digamos que lo hice, del modo sencillo que he descrito.
De la cama a la mesa de trabajo de la infancia.
Desde aquí no hay mucho hasta el caballete.
Y desde el caballete podría mirar hacia abajo
y ver a mi padre cuando necesitara verlo.
Mi padre bebiendo aquella agua fresca. Mi dulce padre.
El río, sus praderas, y pinos, y el caballete.
Ese. Donde una vez estuve.

Me gustaría hacer eso
sin tener que disculparme ante mí mismo por ello.
Ni sentirme mal por interesarme por cosas menos
importantes.
Sé que es hora de cambiar de vida.
Esta vida —con sus complicaciones
y llamadas telefónicas— es indecente,
y una pérdida de tiempo.
Quiero hundir mis manos en agua fresca. Del modo
en que lo hizo él. Otra vez y otra vez y otra.


Raymond Carver, en Bajo una luz marina.

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