jueves, 11 de septiembre de 2014

El viaje

I

Para el niño, enamorado de láminas y mapas,
el universo es igual que su hambre ilimitada.
¡Ah, qué grande es el mundo a la luz de la lámpara!
¡Y qué pequeño el mundo para los ojos de la memoria!

Una mañana partimos, la cabeza en llamas,
el corazón hinchado de rencor y amargos deseos,
y vamos, al ritmo de las olas,
meciendo nuestro infinito sobre lo finito de los mares:

unos, felices de huir de una patria infame;
otros, del horror de sus cunas, y otros,
astrólogos ahogados en los ojos de una mujer,
la tiránica Circe de perfumes peligrosos.

Para no ser convertidos en animales, se embriagan
de espacio, de luz y de cielos encendidos;
el hielo que los muerde, y el sol que los quema,
borran lentamente la marca de los besos.

Pero los verdaderos viajeros sólo parten
por partir; corazones livianos, como globos,
jamás escapan de su fatalidad,
y, sin saber por qué, siempre dicen: ¡Vamos!

Aquellos para quienes el deseo tiene forma de nube,
y que sueñan, como el soldado sueña el cañón,
con inmensos placeres, cambiantes, desconocidos,
¡de los que el espíritu humano nunca supo el nombre!

II

Imitamos, ¡horror!, el trompo y la pelota
en su baile y sus saltos; hasta en sueños
la Curiosidad nos atormenta y mueve,
como un Ángel cruel que azota los soles.

Singular fortuna donde se desplazan los fines,
que no están en ningún lado, ¡y pueden estar en cualquiera!;
en la que el hombre no deja nunca la esperanza,
y para encontrar descanso corre siempre como un loco.

El alma nuestra es un velero que busca su Icaria;
una voz resuena en el puente: “¡Abre los ojos!”,
una voz, ardiente y loca, grita desde la vela:
“¡Amor… gloria… felicidad!” ¡Infierno!, ¡es una roca!

Cada islote señalado por el vigía
es un Eldorado prometido por el Destino;
la Imaginación que prepara su orgía
sólo encuentra arrecifes en la claridad de la mañana.

¡Oh, pobre el enamorado de países quiméricos!
¿Habrá que encadenar, habrá que tirar al mar
a este marino ebrio, inventor de Américas,
donde la ilusión vuelve más amargo el abismo?

Así, el viejo vagabundo, revolcado en el barro,
sueña, la frente alta, con brillantes paraísos;
sus ojos embrujados descubren una Capua
ahí donde la antorcha no alumbra más que un tugurio.

III

¡Asombrosos viajeros! ¡qué nobles historias
leemos en sus ojos profundos como mares!
Muéstrennos el estuche de sus ricos recuerdos,
esas joyas maravillosas, hechas de éter y astros.

¡Queremos viajar sin vapor, sin velas!
Para alegrar el tedio de nuestras cárceles,
traigan a nuestro espíritu tenso como una tela
los recuerdos rodeados de horizontes.

Digan, ¿qué vieron?

IV

“Vimos astros
y olas; y también vimos arena;
y, a pesar de choques e imprevistos desastres,
nos aburrimos mucho, como aquí.

La gloria del sol sobre el mar violáceo,
la gloria de las ciudades en el sol poniente,
encendían en nuestro corazón un ansia quemante
de hundirnos en cielos de reflejos engañosos.

Las más ricas ciudades, los más grandes paisajes,
nunca tenían la misteriosa atracción
de lo que el azar hace con las nubes.
¡Y siempre el deseo seguía inquietándonos!

–El goce aumenta la fuerza del deseo.
Deseo, viejo árbol abonado por el placer,
mientras engorda tu corteza y se endurece,
¡tus ramas quieren ver el sol más de cerca!

¿Vas a crecer siempre, gran árbol más potente
que el ciprés? –Sin embargo, hicimos cuidadosos
dibujos pensando en el álbum voraz de ustedes,
¡hermanos que encuentran bello todo lo de lejos!

¡Saludamos ídolos que engañan,
tronos recubiertos de joyas luminosas,
palacios labrados cuyo mágico esplendor
sería para nuestros banqueros un sueño de ruinas;

vestidos que embriagan los ojos,
mujeres con uñas y dientes pintados
y sabios cantores acariciados por serpientes.”

V

¿Y qué más, qué más?


VI


“¡Oh mentes infantiles!
Para no olvidar la cosa capital,
vimos, en todas partes, sin buscarlo,
de lo más alto a lo más bajo de la escala fatal,
el espectáculo tedioso del inmortal pecado:

la mujer, esclava indigna, orgullosa y estúpida,
que desconoce la risa y se adora y se ama sin asco;
el hombre, dictador goloso, libertino duro y ávido,
esclavo de la esclava, y torrente de cloacas;

el verdugo que goza, el mártir que llora,
la fiesta que condimenta y perfuma la sangre;
el veneno del poder que excita al déspota,
y el pueblo enamorado del látigo que embrutece;

muchas religiones parecidas a la nuestra,
todas subiendo al cielo; la Santidad,
que busca placeres entre clavos y espinas
como un delicado revolcándose en cama de plumas;

y la Humanidad que parlotea, ebria en su genio,
enloquecida ahora como siempre antes
y gritándole a Dios, en su furiosa agonía:
“¡Oh mi semejante, mi señor, yo te maldigo!”

Y los menos imbéciles, intrépidos amantes de la Demencia,
que huyen del gran rebaño acorralado por el Destino,
¡y se refugian en el inmenso opio!
–Este es el informe eterno de todo el planeta.”

VII


¡Amargo saber que se trae del viaje!
El mundo de hoy, monótono y pequeño,
de ayer, mañana y siempre nos devuelve nuestra imagen:
¡Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento!

¿Hay que partir?, ¿quedarse? Si puedes, quédate;
parte si es necesario. Uno corre, el otro se esconde
para engañar al enemigo funesto que vigila.
¡El Tiempo! Están, ¡ay!, los que corren sin respiro,

como el Judío errante, como los apóstoles,
no les basta ni el barco ni el vagón
para huir del gladiador infame; hay otros
que saben matarlo sin salir de la cuna.

Cuando al fin nos pise la espalda
podremos esperar y gritar: ¡Adelante!
Lo mismo que antes fuimos a China,
ojos fijos en la inmensidad, cabello al viento,

vamos a embarcarnos en el mar de las Tinieblas
con el corazón feliz de un joven pasajero.
Escuchen esas voces encantadoras y fúnebres,
que cantan: “¡Por aquí, los que quieren comer

el Loto perfumado!, es acá donde se cosechan
los frutos milagrosos de los que el corazón tiene hambre;
¡vengan a emborracharse con la extraña dulzura
de esta siesta que no termina jamás!”

En el acento familiar adivinamos el espectro;
nuestros Pílades,allá lejos, ofrecen sus brazos.
“¡Para refrescar tu corazón nada hacia tu Electra!”,
dice la que hace mucho tiempo besamos en las rodillas.

VIII

¡Oh Muerte, vieja capitana, llegó la hora! ¡Levemos ancla!
Este país nos aburre, ¡Oh Muerte! ¡Preparémonos!
Si el cielo y el mar son negros como la tinta,
nuestro corazón, tú lo conoces, está lleno de luz!

Derrámanos tu veneno para que nos reconforte,
queremos ir, tanto nos quema ese fuego la cabeza,
al fondo del abismo, ¡Cielo o Infierno!, ¿qué importa?,
¡al fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo!

Charles Baudelaire

o, diría El Príncipe, Bau del aire
 

viernes, 16 de mayo de 2014

Haroldo


Es una lástima que, en el apuro por el canon o por el espejeo de nuestra virtualidad, vayan quedando marginales autores como Conti, capaces de escribir textos como éste o como Sudeste.
Pero probablemente lástima no sea la palabra adecuada, quizás esa palabra sea otra. Mérito, por ejemplo.
No lo sé. Y ya se ve que hoy estoy un tanto apocalíptico.
No importa.
Ahí está "Todos los veranos" (un poco largo para la pantalla, demasiado bueno para condensarse en un olvido torpe) y habla por sí solo.
Así por ejemplo:

A veces pienso en mi viejo. O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la costa y pienso en mi viejo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

uno de sus destinos posibles


Desde los años sesenta, la cultura rock, en cambio, hizo del traje una marca central del estilo. El rock fue más que una música y se movió desde un principio con el impulso de una contracultura que desbordó sobre la vida cotidiana. El rock identificó de modo extramusical: sostenida por la música, la cultura rock definió los límites de un territorio donde hubo movilización, resistencia y experimentación. La droga, que había sido un hábito privado de burgueses curiosos, poetas decadentes, dandies y exploradores de la subjetividad, fue parte de la cultura rock y, en ella, adquirió un carácter de reivindicación pública y de frontera transitable. Hasta hoy, en el imaginario colectivo, se la asocia a los jóvenes de un modo moralista y persecutorio. El rock fue un desafío juvenil (posiblemente el último) y no se equivocaron quienes señalaban su potencial subversivo fundado en la emergencia de ideologías libertarias. La rebeldía del rock anuncia un espíritu de contestación que no puede ser escindido de la oleada juvenil que ingresa en la escena política a fines de los sesenta. Podían no ser los mismos protagonistas, pero, incluso diferentes, incluso ignorándose unos a otros, eran parte de un clima cultural.
El rock cumplió uno de sus destinos posibles: ha dejado de ser un programa para convertirse en un estilo. La expansión tardía del rock en la cultura juvenil menos rebelde acompaña el reciclaje de mitos románticos, satánicos, excepcionalistas. Como estilo, el mercado recurre a él, saquea a sus padres fundadores, subraya lo que en ellos había de música pop. Este movimiento de asimilación no es, por lo demás, nuevo: está inscripto como una forma de circulación del rock desde sus comienzos. Hermanos y enemigos, el rock y el pop marcharon, incluso en los momentos de más alta calidad estética, por sendas que se cruzaban. Por eso hoy todo puede recurrir al rock, en la medida en que se ha convertido en una veta de la cultura moderna y sus aspectos subversivos se borran con la muerte de sus héroes o el más piadoso discurso (ecologista, naturista, espiritualista, new age) que adoptan los viejos sobrevivientes.
Convertido en un estilo (y esto también sucedió con las vanguardias históricas), todas las variantes de la cultura juvenil lo citan. Si el rock, como los hippies, encontró en el traje una marca de excepcionalidad, la idea del traje como diferenciación entre tribus culturales se despliega hoy en todas sus peripecias. Los rasgos de estilo aparecen y desaparecen: vuelven las camperas negras  por una temporada, las luces y las sombras del punk pueden ser la onda de un maquillaje, las heridas de los skinheads se reciclan en el tatuaje, el cuero desaloja al jean, el jean desaloja al cuero, jopos gelatinosos o nucas rapadas, chicos en el fondo un poco racistas visten remeras de Bob Marley. El traje llama con el esplendor de su estrepitosa obsolescencia y su arbitrariedad soberana.

De Escenas de la vida posmoderna: intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Beatriz Sarlo.