Desde los años sesenta, la cultura rock, en cambio, hizo del traje una marca central del estilo. El rock fue más que una música y se movió desde un principio con el impulso de una contracultura que desbordó sobre la vida cotidiana. El rock identificó de modo extramusical: sostenida por la música, la cultura rock definió los límites de un territorio donde hubo movilización, resistencia y experimentación. La droga, que había sido un hábito privado de burgueses curiosos, poetas decadentes, dandies y exploradores de la subjetividad, fue parte de la cultura rock y, en ella, adquirió un carácter de reivindicación pública y de frontera transitable. Hasta hoy, en el imaginario colectivo, se la asocia a los jóvenes de un modo moralista y persecutorio. El rock fue un desafío juvenil (posiblemente el último) y no se equivocaron quienes señalaban su potencial subversivo fundado en la emergencia de ideologías libertarias. La rebeldía del rock anuncia un espíritu de contestación que no puede ser escindido de la oleada juvenil que ingresa en la escena política a fines de los sesenta. Podían no ser los mismos protagonistas, pero, incluso diferentes, incluso ignorándose unos a otros, eran parte de un clima cultural.
El rock cumplió uno de sus destinos posibles: ha dejado de ser un programa para convertirse en un estilo. La expansión tardía del rock en la cultura juvenil menos rebelde acompaña el reciclaje de mitos románticos, satánicos, excepcionalistas. Como estilo, el mercado recurre a él, saquea a sus padres fundadores, subraya lo que en ellos había de música pop. Este movimiento de asimilación no es, por lo demás, nuevo: está inscripto como una forma de circulación del rock desde sus comienzos. Hermanos y enemigos, el rock y el pop marcharon, incluso en los momentos de más alta calidad estética, por sendas que se cruzaban. Por eso hoy todo puede recurrir al rock, en la medida en que se ha convertido en una veta de la cultura moderna y sus aspectos subversivos se borran con la muerte de sus héroes o el más piadoso discurso (ecologista, naturista, espiritualista,
new age) que adoptan los viejos sobrevivientes.
Convertido en un estilo (y esto también sucedió con las vanguardias históricas), todas las variantes de la cultura juvenil lo citan. Si el rock, como los hippies, encontró en el traje una marca de excepcionalidad, la idea del traje como diferenciación entre tribus culturales se despliega hoy en todas sus peripecias. Los rasgos de estilo aparecen y desaparecen: vuelven las camperas negras por una temporada, las luces y las sombras del punk pueden ser la onda de un maquillaje, las heridas de los
skinheads se reciclan en el tatuaje, el cuero desaloja al jean, el jean desaloja al cuero, jopos gelatinosos o nucas rapadas, chicos en el fondo un poco racistas visten remeras de Bob Marley. El traje llama con el esplendor de su estrepitosa obsolescencia y su arbitrariedad soberana.
De
Escenas de la vida posmoderna: intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Beatriz Sarlo.
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